En lo alto, las palomas de la plaza persiguen al aire puro, y en severa compañía de los buitres, divisan lo que podría ser la última civilización que amase este trozo de tierra en el alejado rincón de basto océano pacífico. Las nubes grises, emergentes de sucios tubos metálicos, son el oxigeno que se pasea en el boulevard pulmonar, y estas mismas nubes, son las que acogen el vuelo de las aves sigilosas, que sin hacerse esperar, vuelan lejos, clamando el blanco infantil de las nubes y el azul de un cielo marchitado.
Camino a los cerros, los vestigios del descuido van rodando calles abajo, tomados de la mano con el escape suspicaz de las ratas, las cuales como inquilinas o verdaderas habitantes buscan la mejor sobra del plato ajeno, el mejor corazón de manzana o el más sabroso trozo de carne podrida. Los perros se mantienen alegres y con la nariz seca. Desde cachorros viven en esta ensalada de olvido material, saltando sobre la vieja muñeca Barbie, sobre el monumental vestido de novia olvidada o en la perfecta colección de boleros de algún abuelo enterrado.
Las mujeres, imperecederas ante la grotesca tecnología oriental, arrugan sus manos lavando la poca ropa de sus hijos y mirando al cielo, buscando algún dedo de la mano de su divinidad, las madres suspiran al verse en aquel sentimentalismo maternal, ese que tanta veces aparece en sus ancianos televisores esos que aún sortean antena, el cual les va diciendo que la felicidad radica tras las imponentes vitrinas, coludidas con caprichosos precios, solamente al alcance de bolsillos obesos y malcriados.
En estos cerros no hay tiempo para vacilar frente a un plato, se debe sumergir la cuchara, tragar y agradecer que haya algo para entretener a los intestinos. El humo que emerge de la sopa y del tosco plato de porotos, se mezcla con la ebullición de los placeres. Placeres y demonios viviendo dentro de un envase rústico, un papel tan blanco como el feto que lo preña; el momento del parto de este feto es homogéneo con el latir de un corazón apagado, las manos negras producto del trajín de un día turbulento y desahuciado toman con la mas grande de las delicadezas al rústico envase abierto, que al sol, muestra la sarta de serpientes que resultó ser el feto, el cual es cargado culpablemente en la antena de algún auto descuidado. La antena hace juego con la boca. Encendiendo y aspirado al cúmulo de reptiles, se logra que estas bajen por entre los músculos, los nervios y los huesos, petrificándolos, convirtiendo a la víctima en un serpiente más, decidida a observar por el resto del día, un muralla ploma y saboreando aquel caramelo que dura lo que existe el aire dentro de un canasto.
Las palomas jamás volverán, no le temen al tiempo y pueden esperar, sus alas negras no saben compartir con los infiernos, y es por esto, que se mantendrán alejadas del poco alentador color de las nubes que pueblan al cielo aún marchito.
1 comentario:
Si no me cayeran mal, entendería a las palomas.
Publicar un comentario